-¡Ya
verás cuando te pille! –gritaba el mayor de todos.
El chico, pálido por el
miedo y el esfuerzo, pero veloz como el viento, huía de los tres
matones que le pisaban los talones. Aunque corría mucho, sus
perseguidores eran más grandes que él y sus zancadas mayores.
Perdía ventaja por momentos.
Atravesó
la valla por el agujero y se coló en el solar abandonado al que
tantas veces había ido a jugar con sus amigos. Sin embargo ahora la
situación era muy distinta: no corría tras un balón sino delante
de tres chicos con muy malas intenciones. Si aquellos matones le
cogían, no sabía lo que harían con él. Así que apretó el paso.
Ya se notaba cansado y sus jadeos, incapaz de controlarlos, le ponían
más nervioso, pues veía que cada vez resoplaba más. Se giró hacia
atrás y los vio más cerca que antes, si bien los tres tenían la
cara roja por la carrera y tampoco parecían tener muchas energías.
-¡Te
vas a enterar! –gritó otro con esfuerzo, quizás dolido en el
orgullo por no poder alcanzar a un niño al que sacaba media cabeza.
Atrás
quedó el solar, con sus hierbas secas y sus miles de margaritas;
atrás quedaron los montones de piedra que los niños habían
acumulado y que servían de porterías en los partidos de fútbol;
atrás quedaba el riachuelo que discurría paralelo a la explanada.
Y, sin darse cuenta de ello, pues su mente estaba concentrada en
despistar a sus perseguidores, el chico fue directo a la fábrica
abandonada. Pensó que podía atravesarla y después regresar hacia
el centro de la ciudad sin que le vieran, bordeando por el riachuelo
y al cobijo de los árboles. Atravesó el camino que separaba el
solar de la fábrica y fue directo hacia la pila de maderas que había
junto a la tapia. Trepó por ellas y con un impulso se dejó caer al
otro lado.
Circulaban
montones de historias sobre aquella fábrica abandonada: fantasmas
que pululaban al anochecer por sus oficinas empolvadas; niños que
habían entrado en ella para nunca más salir; extraños perros
rabiosos que campaban a sus anchas los días de luna llena; un loco
que se había escapado del manicomio y tenía su casa en el sótano…
Aún así, nada de eso había evitado que los niños del barrio
hubieran construido esa pila de maderas para poder saltar el muro
cada vez que se les colaba la pelota; o para retarse unos a otros a
ver quién se acercaba más a la puerta. Pero de ahí a entrar
verdaderamente en el interior… eso era otra cosa. Ninguno había
sido tan osado. Sin embargo, las circunstancias ahora lo requerían y
el chico no dudó en ir directo hacia la puerta principal, una
cristalera doble de la que sólo quedaba media hoja fuera de sus
goznes, y se perdió en la oscuridad del interior.
Los
tres perseguidores saltaron el muro y se pararon a mitad de camino de
la entrada. Estaban en lo que había sido el aparcamiento de la
fábrica, que ahora parecía una jungla, llena de plantas y matojos
que habían crecido por todos lados, hasta de las grietas del
cemento, así como ruedas de neumáticos, palés, y antigua
maquinaria. Allí fuera, bajo el sol de la tarde de los últimos días
de primavera, se sentían seguros, pero en cuanto cruzaran el umbral,
estarían dentro de la fábrica. Además, no quedaría más de una
hora de luz y nadie en su sano juicio entraría en la fábrica de
noche.
-¿Qué
hacemos? –dijo el menor de los tres, visiblemente asustado.
El
que parecía el líder afirmó rotundo:
-Vamos
por esa rata. Cuando la cojamos va a desear no haber corrido.
El
chico lamentó su decisión en el mismo momento en que puso el pie
dentro del edificio. La entrada estaba iluminada tan solo unos metros
alrededor de la puerta; después, había oscuridad casi total. Se dio
media vuelta justo para ver cómo los tres matones aterrizaban de un
salto en la jungla del aparcamiento. Tragó saliva y reculó un paso.
Suspiró como si aquellos fueran sus últimos minutos de vida y lo
aceptara con solemnidad, y se giró para internarse en la oscuridad.
Lo
primero que hizo fue pegarse a una pared y deslizar sus pies
lentamente, ya que el suelo estaba lleno de cascotes y azulejos de
las paredes desconchadas. También había cristales rotos y
fluorescentes caídos del techo o colgando a la altura de su cabeza.
Por fortuna no había corriente desde hacía mucho tiempo. Su mente
pensaba deprisa y de nuevo tenía un plan: avanzaría un poco más y
se quedaría hecho una ovillo en algún rincón, hasta que pasaran de
largo, y después volvería por donde había entrado, despistándoles
y dejando que le buscaran ahí dentro.
Cuando
no había avanzado más de cuatro metros hacia la oscuridad, oyó el
crujido de cristales rotos y supo que sus perseguidores ya habían
entrado. ¡No había avanzado nada! ¡Si daban unos pasos fuera del
reflejo de la luz le verían! Contuvo el aliento pegado a la pared
como una lagartija y escuchó.
-Nos
separaremos –oyó decir a uno-. José y yo por aquí y tú por
allí.
-Pero
yo no quiero ir solo.
-Tú
corres más y puedes venir a buscarnos rápido si le ves, o
perseguirle y llevarle hacia nosotros –respondió de nuevo el que
había hablado primero-. ¿O es que te da miedo?
-¡No
me da miedo! Pero no sé por qué tengo que ir yo solo. ¿No puede ir
él?
El
chico, sin hacer el menor ruido, escuchaba con ansiedad la
conversación que mantenían sus perseguidores, mientras una gota de
sudor frío le resbalaba por la sien derecha. Lentamente, seguía
moviéndose para alejarse de allí.
-¡Te
lo he dicho! ¡Irás tú solo! –dijo finalmente el líder.
-Pero
yo…
Siguieron
discutiendo durante un momento, cuando un ruido atronador les hizo
parar en seco. Los tres dieron un salto y se abrazaron sin pensarlo.
Tras el estruendo, el silencio era si cabe más pesado que al entrar.
Aunque estuvieran en el haz de luz de la entrada, a escasos
centímetros había una oscuridad casi absoluta. Cerca de ellos algo
había caído con un fuerte impacto y una pequeña nube de polvo
venía hacia donde estaban plantados, como una neblina fantasmal
saliendo de la oscuridad y entrando centímetro a centímetro en el
área de luz, reptando hasta sus pies.
-Podemos
arreglar cuentas otro día –dijo el jefe rápidamente, acobardado.
-Sí,
mejor nos vamos –secundó otro-. Vámonos, tío…
De
repente todas las historias que contaban sobre la fábrica estaban
ahí, y cada uno imaginaba un horror distinto que comenzaba con el
polvo que les había alcanzado y terminaba con una mano de garras
afiladas surgiendo de la oscuridad. Estaban a punto de echar a correr
cuando el jefe oyó una especie de risa ahogada.
Se
giró hacia sus dos compinches y les miró con dureza. Venid
conmigo o seréis los siguientes, parecía decir. Se adelantó
despacio, mientras sus ojos se acostumbraban a la oscuridad, hacia el
lugar de donde había provenido el ruido. Sólo se oía el sonido de
sus respiraciones y el lento arrastrar de pies, como si fueran
muertos vivientes en una película de terror. El jefe, que seguía en
cabeza, avanzó un par de metros y empezó a escudriñar la
oscuridad. Aguzó el oído y avanzó otro paso. Se fijó con más
atención aún en un punto en concreto en la oscuridad. Y entonces su
hilera de dientes blancos y cuidados hizo contraste con la negrura
que les rodeaba.
-Muy
listo… -dijo.
El
chico al que habían estado persiguiendo bajó de un salto del
mostrador de recepción, desde donde había dejado caer un montón de
azulejos que sostenía en las manos y ahora sí, sin pensarlo, se
lanzo hacia la oscuridad, rezando para no tropezar con nada y
romperse un tobillo, o caer en un agujero o toparse con el fantasma,
el loco que vivía en el sótano o todo lo que se decía sobre
aquella fábrica. Ahora lo importante era huir de los tres matones y
ponerse a salvo.
-¡Te
voy a dar una paliza que no te va a reconocer ni tu madre! –rugió
el jefe de los matones-. ¡De aquí no sales vivo!
El
chico prosiguió su loca carrera. ¡Lo había tenido tan cerca! ¿Por
qué tuvo que reírse? Pero ahora no había tiempo para lamentos; más
le valía correr y ponerse a salvo. Atravesó a duras penas aquella
zona y llegó a unas puertas sobre las que se lanzó con el hombro.
Éstas, aunque atrancadas, habían soportado el paso de los años y
estaban deterioradas. Por una milésima de segundo, y en pleno
choque, como si de una escena a cámara lenta se tratara, pensó que
no se abrirían y los matones le acorralarían allí mismo. Sin
embargo las puertas no sólo se abrieron, sino que cedieron del todo
bajo su carga y se salieron de las bisagras, cayendo al suelo con él.
Se alegró de aterrizar sobre ellas y no sobre el suelo, que estaba
lleno azulejos rotos, cristales y demás escombros. Y entonces se dio
cuenta de que veía a su alrededor. ¡Había luz de nuevo!
Se
levantó deprisa y se lanzó hacia delante, admirando sin detenerse
la grandeza de aquella fábrica. Una nave del tamaño de medio campo
de fútbol se levantaba ante él, diáfana, ya vaciada casi al
completo cuando la empresa quebró. Sólo se veían unas cuantas
cadenas de montaje oxidadas por el paso del tiempo, algunas mesas
desvencijadas por aquí y por allá, cartones desparramados en una
pila en el centro y las enormes columnas que sostenían el piso
superior, a unos nueve metros del suelo. Los laterales estaban todos
desnudos, mostrando el cemento que había bajo los azulejos ya caídos
y, a distintas alturas, había grandes ventanas, la mayoría de ellas
rotas, que dejaban pasar la luz del atardecer. Varios agujeros en el
techo avisaban del mal estado del piso superior y de la posibilidad
de una caída mortal, si bien el chico no reparó en ellos, como en
el resto de detalles de aquel recinto. Cientos de telarañas cubrían
cada rincón de las cadenas de montaje y de las propias paredes, y un
par de gatos negros que se encontraban a pocos metros arquearon el
lomo, bufaron, y salieron corriendo a través de un agujero en la
pared. Sin embargo el agujero era demasiado pequeño como para que él
pudiera caber, así que siguió hacia delante como alma que lleva el
diablo, directo a unas escaleras que había visto al fondo.
-¡Ahora
ya no te escapas! –gritó con júbilo uno de sus perseguidores,
mientras el eco de sus pisadas resonaban fuerte en la fábrica.
El
chico atravesó la nave central a la carrera y llegó a las
escaleras. De nuevo aquella zona estaba ligeramente a oscuras, sin
embargo los matones estaban muy cerca y el chico, sin dudarlo, se
lanzó hacia arriba. Se aseguró de no usar la barandilla, astillada
en varios puntos y de vigilar si hubiera escalones rotos, y los subió
de dos en dos. Subió tres larguísimos tramos de escalera y al
llegar arriba, jadeando, se encontró ante un tétrico pasillo
central, tan largo como la propia nave, que daba cabida a numerosas
oficinas y otro tipo de salas. Al internarse en el pasillo pudo
comprobar que había luz natural en las oficinas que estaban a los
laterales, aunque no sucedía así con las que estaban en el
interior, pegadas al pasillo central. Por eso mismo, optó por entrar
en una de éstas, y poder ocultarse mejor de sus perseguidores.
-Ya
estamos aquíííí –dijo uno de ellos con voz tétrica, una vez
que alcanzaron el pasillo.
-Y
vas a pagar por hacernos correr –dijo otro.
Avanzaron
los tres en línea. Con cierto recelo y más miedo del que querían
admitir, entraron en la primera oficina a mano derecha. No había
nada salvo una mesa rota y sin cajones, un par de ficheros y un viejo
ropero. Miraron tras la mesa y, al no ver nada, salieron. De repente
un silencio sepulcral había caído sobre todos. Eran cazadores y
tenían que estar atentos al menor ruido para descubrir a su presa.
Cruzaron
el pasillo hacia la oficina de enfrente y la vieron aún más vacía.
Tan solo un cuadro torcido y sin cristal les dio la bienvenida. El
lienzo, ya raído por el paso del tiempo, mostraba un frigorífico
congelando alimentos en mitad de un desierto. No obstante, aquella
fábrica, dedicada a los electrodomésticos, había sido famosa
también por sus originales campañas publicitarias.
Salieron
de allí y se dirigieron a la segunda oficina del lado derecho del
pasillo. Allí había un par de sitios en los que un niño podría
esconderse. Miraron primero en las taquillas, pero las hallaron
vacías. Abrieron después un arcón que había bajo una ventana que
daba a otro pasillo interior, pero no vieron más que utensilios
inútiles y pequeños motores y transformadores. Así, salieron de
nuevo al pasillo para comprobar la oficina de enfrente, sin mayor
resultado.
Entraron
en la tercera oficina del lado derecho.
Las
paredes estaban en mejor estado, y la ventana que daba al pasillo
interior tenía la persiana bajada, por lo que había bastante menos
luz que en las oficinas contiguas. El mobiliario consistía en una
gran mesa llena de polvo y dos taquillas tras ella. A la derecha de
la puerta una gran fotocopiadora, probablemente inservible, había
quedado olvidada allí hasta el fin de los tiempos. El jefe de los
matones se giró y buscó por el pasillo, bajo la atenta mirada de
sus secuaces, hasta que descubrió un trozo de pared caído. Lo
cogió, regresó a la oficina y lo lanzo contra la ventana,
derribando gran parte de la persiana con ella e iluminando parte de
la habitación. El impacto de cristales y trozos de persiana contra
el suelo del pasillo interior retumbaron por toda la planta. Todos se
estremecieron. Sin embargo, rápidamente se fueron dibujando una a
una en sus rostros una amplia sonrisa de triunfo: huellas recientes.
En el pasillo central no quedaban marcas de huellas, precisamente
porque no había mucho polvo, ya que la ventilación a través de las
numerosas ventanas rotas era más continuada. Sin embargo en el
interior de las oficinas aquello cambiaba. Y, en la que estaban
ahora, en mitad del grisáceo manto que cubría el suelo, se veía
claramente la marca de un par de zapatillas que conducían hasta las
taquillas.
Ya
le tenían.
Desde
el interior de la taquilla izquierda, el chico vio con horror que los
tres matones le habían descubierto. Ahora se acercaban despacio
hacia donde se ocultaba, saboreando el momento. Tres metros. El jefe
sacó la navaja del bolsillo trasero de los vaqueros. ¿Qué
pretendía hacer? ¿Es que acaso estaba loco? Dos metros. Los tres
bordearon el escritorio por la izquierda, por el camino más corto.
Un metro. El jefe alargó la mano hacia el asidero de la taquilla. El
chico, en su interior, asumiendo su derrota, cerró los ojos. El
matón abrió la taquilla de un tirón y los tres se quedaron
disfrutando del momento, un brillo salvaje en los ojos, como
cazadores hambrientos ante la presa acorralada.
-Vas
a conocer a mi amiguita –dijo el matón, enseñándole la pequeña
navaja que sostenía en la mano.
Agarró
al chico del cuello de la camisa y le sacó a trompicones.
Aprovechando la inercia le estampó contra la pared de pladur de su
izquierda y, sin soltarle, le acercó la navaja al cuello.
-Creo
que podríamos dibujarle una cara sonriente en la tripa…
Sus
dos amigos se miraron nerviosos.
Ante
la mirada atónita del chico, el jefe de los matones bajó la navaja
hasta su pechera y, con la maestría de alguien que ya había hecho
aquello en más ocasiones, saltó los botones de su camisa con una
facilidad extrema, de uno en uno, hasta que ésta se abrió, dejando
el pecho y la tripa al descubierto, moviéndose al ritmo acelerado de
la respiración agitada del chico.
-Víctor,
creo que ya está bien. El niñato ya está asustado… -comenzó a
decir uno de los secuaces.
-¡¿Quieres
tú otra?! –le espetó el jefe en la cara. Después volvió la
vista hacia el chico, al que le hubiera gustado ver llorar y mearse
en los pantalones-. Vamos a empezar con la sonrisa –dijo
maliciosamente.
Entonces
el hermoso canto llegó claramente hasta todos ellos. La más dulce
voz que jamás hubieran podido oír llegaba flotando desde el fondo
del pasillo, trayendo notas de suaves melodías y pulcras
tonalidades; de acordes perfectos, en escalas sublimes. No había
letra alguna, pero la voz se colaba en la cabeza y parecía susurrar
historias de mundos lejanos; épicas batallas antaño luchadas; coros
celestiales que hablaban por sí mismos, como si cada nota fuera un
párrafo cargado de palabras.
Olvidándose
repentinamente de su presa, los tres matones salieron despacio hacia
el pasillo, entre asustados y curiosos, para saber de dónde provenía
aquella melodiosa voz. Mientras tanto el chico se abrochó
rápidamente la camisa y retrocedió un par de pasos. Desde su
posición podía verles, ya en el pasillo, mirando hacia el fondo,
hacia un punto que él no podía ver. Entonces la melodía cesó.
-¿Quién
demonios está ahí? –gritó el jefe de los matones.
Muerta
la melodía, terminado el embrujo, la situación adquiría un cariz
muy feo. El silencio era ahora más pesado, más tangible, y la luz
del atardecer prácticamente había dado paso al anochecer.
-¡He
dicho que quién anda ahí! –gritó de nuevo, más para darse
seguridad a sí mismo que porque quisiera encontrar una respuesta a
su pregunta.
-Yo
me voy –dijo uno de sus secuaces.
Y
mientras se estaba girando, un resplandor azul surgió del fondo del
pasillo y los envolvió.
El
chico, desde el interior de la oficina, incapaz de reaccionar, reculó
otro paso más, mientras veía cómo el resplandor se hacía más
intenso, como si lo que fuera que emitía aquella luz se estuviera
acercando hacia los matones. Desde luego él no podía ver más desde
su posición. Pero sí que veía sus caras, que eran de horror
absoluto. Estaban petrificados, mirando hacia algo que a juzgar por
sus rostros les había dejado helados de miedo. Y sin embargo no se
movían.
El
chico dio otro paso hacia atrás y chocó contra la taquilla. Aquel
ruido sirvió para despertar a los matones que, sin mirar hacia su
presa, se giraron y echaron a correr, gritando y con lágrimas en los
ojos. Mientras los ecos de sus pisadas perdían intensidad
rápidamente a medida que bajaban por las escaleras y echaban a
correr por la planta baja, la luz azul del pasillo empezó a cegarle.
Una especie de zumbido la acompañaba y, a medida que la luz se
notaba con más intensidad, lo mismo ocurría con el zumbido, cada
vez más nítidos, cada vez más cerca de la puerta de la oficina.
El
chico sabía que de un momento a otro aquello que había asustado
hasta la muerte a sus perseguidores aparecería por la puerta. No
quería ni imaginarse qué tipo de horror se asomaría por el marco,
qué tipo de criatura del inframundo le miraría a los ojos y le
robaría la vida a base de zarpazos o dentelladas. Se había librado
de los matones para terminar despellejado vivo por algún ser del más
allá. Al final las historias sobre la fábrica eran ciertas. ¿Un
hombre-lobo? ¿Un fantasma? ¿El loco escapado del manicomio?
Giró
lentamente hacia su izquierda, bordeando la mesa por el otro extremo.
Al menos tendría un obstáculo entre medias que podría serle de
utilidad. Grandes gotas de sudor caían por sus sienes, que latían
febrilmente, con la sangre alborotada. La luz y el zumbido cada vez
eran mayores. Aquello que lo emitía, fuera lo que fuese, estaba a un
metro escaso de la puerta de la oficina. En breve se asomaría y
vería el rostro de la muerte…
Pero
entonces, de repente, igual que había surgido, desapareció. Igual
que se había esfumado el canto previo a la luz y el zumbido, todo
quedó en silencio y en penumbra.
El
chico esperó ahí quieto por lo que le pareció una eternidad. No se
atrevía a mover un solo músculo. Poco a poco se fue relajando lo
justo como para empezar a desplazarse. Dio otro paso hacia la
izquierda, sin perder contacto con la mesa. Nada cambió. Nada se
movió ni oyó ruidos sospechosos. Al siguiente paso, su mente,
ocupada con los sucesos de aquella tarde, no procesó tan rápido
como hubiera debido que no había tocado suelo. Mientras el chico
caía al vacío por un agujero, sólo pudo pensar en la cara de
tristeza que se le quedaría a su padre cuando la policía encontrara
su cadáver nueve metros más abajo, estrellado contra las cadenas de
montaje, y los llantos que dejarían escapar su madre y su hermano
pequeño por no poder abrazarle nunca más. Pero lo que más rabia le
dio fue lo tonto que había sido por no mirar el suelo por donde
pisaba…